Nuestraldea

Nuestraldea

En los últimos años, los adultos observamos –muchas veces, con asombro– a los adolescentes y jóvenes de hoy. Los miramos como si ellos hubiesen llegado de un lugar lejano y desconocido a insertarse en una sociedad de la que nunca formaron parte. Ajenidad adulta que merece ser revisada.

Instalar un debate acerca de las prácticas que nosotros, los adultos, llevamos adelante con los niños para formular algunas hipótesis acerca de cómo imaginamos esos niños convertidos en adolescentes y jóvenes del mañana, es el primer paso en esta tarea.

Ante ello, surge la necesidad de compartir con padres, educadores y comunidad toda, la necesidad de habilitar el compromiso y la responsabilidad que poseemos como adultos para generar un cambio de actitudes y habilitar un trabajo sostenido y compartido con otros adultos a través de prácticas concretas y activas que permitan generar un compromiso real en la construcción de una sociedad.

El título apela a una serie de prácticas que han entrado en nuestra sociedad y se han instalado casi sin darnos cuenta, habitan entre nosotros o –mejor dicho– nos habitan. Para revisarlas, los invitamos a recorrer solo dos hechos para luego analizarlos. La mayoría de estas prácticas se dan en otros países pero merecen ser tratadas. Las situaciones son las siguientes: a) quienes han tenido la oportunidad de recorrer algunos aeropuertos y/o plazas asistimos a un espectáculo del que, al parecer, nadie se sorprende: los niños son llevados con arneses y la distancia que pueden cubrir está limitada por la extensión de la “correa”; b) los padres reciben un informe acerca de qué tareas debería realizar su hijo en cada ocasión, cuáles ha realizado y cuáles no.

A simple vista, en el primer caso parece que estamos protegiendo a los niños y niñas, pero… ¿por qué tratar a los niños como si fueran mascotas? ¿Qué diferencia existe entre esta propuesta y un paseador de perros? La expresión suena dura pero inevitable. Y surge la pregunta: ¿por qué no educar a los niños como nos educaron a nosotros, donde se establecían los límites de lo posible? ¿Están  aprendiendo los niños la noción de límite, la de peligro, o sólo se dejan llevar por el adulto, el que lo conduce?

Segundo hecho: ¿en qué medida estamos, sin quererlo ni saberlo, obturando la comunicación? ¿Para qué nos va a contar nuestro/a hijo/a cómo le fue en el colegio si ya lo sabemos todo?

Además, ¿cómo formaremos la responsabilidad si ésta depende del adulto, de lo que diga o no diga? ¿Cuándo vamos a formarlos responsables y comprometidos si nuestra mirada lo cubre todo? Todas las generaciones necesitaron espacios donde la mirada adulta no llegara y si la nuestra recubre todo lo posible, ¿qué consecuencias puede tener esto en la formación de las subjetividades?

También, en esta misma línea, muchas veces sucede lo opuesto: numerosos adultos creen que para ser amados por los niños deben someterse a sus arbitrios, quedar librados a lo que el niño/a quiera en un momento determinado y hacen que la vida de estos niños transcurra en espacios sin límites: todo el tiempo la televisión está encendida, todo se puede tocar, pedir, querer.

Quienes tuvimos oportunidad de pasar por las escuelas salesianas recordamos con nostalgia el legado de Don Bosco. Los educadores que sostienen el “sistema preventivo” se expresan no solo por las palabras sino particularmente por los hechos. Fuimos niños y jóvenes educados en la responsabilidad y el compromiso, sostenido en acciones concretas, por ejemplo, los alumnos de los cursos superiores nos ocupábamos de diversas acciones: desde tomar lista hasta atender el kiosco.

Si trasladamos la propuesta mediática de gran hermano a nuestras vidas, con niños hiper-controlados, ¿qué jóvenes del mañana estamos habilitando? ¿Cuándo y cómo estos jóvenes se convertirán en responsables y comprometidos si no damos oportunidad para que acontezca? ¿Qué sucederá si los niños y niñas crecen sin conocer hasta dónde se puede o no se puede pasar, tocar, hacer?

Interrumpir el círculo establecido socialmente respecto de las características de estos niños-jóvenes, es decir, el sentido de la ajenidad adulta respecto de la responsabilidad de la construcción subjetiva infanto-juvenil, resulta imprescindible. Ajenidad Adulta que se retroalimenta con comentarios que surgen aquí y allá, desde los medios de comunicación, en las reuniones familiares, en las mesas de café y hasta en los ámbitos laborales, espacios en los que el sentido social se amasa lenta pero permanentemente, se instala y mantiene vigente su fecundidad explicativa.

Esta construcción ha insumido mucho tiempo, es muy fuerte y como explicación resulta muy atractiva, de modo que su modificación requiere un trabajo arduo y complejo, pero es imprescindible cambiar las prácticas que, hasta hoy, han dado pruebas de su ineficacia.

Abrirnos a nuevas propuestas que transiten por la reasunción de la responsabilidad adulta en lugar de su nefasta ajenidad, donde desconocemos aquello que contribuimos a formar, constituiría un primer paso ineludible para desandar tanto desacierto.

El futuro es hoy, pero requiere de un trabajo conjunto de todos los actores porque, como decía Don Bosco: “No basta con amar a los jóvenes, es preciso que ellos se den cuenta de que son amados” y somos nosotros, los adultos, los que debemos dar ese paso.